La “Enfermedad” de la Apatridia

La “Enfermedad” de la Apatridia

por Fiorella Rabuffetti

En un libro titulado Pensar Sociológicamente, el pensador polaco Zygmunt Bauman reflexiona sobre lo que la figura del extranjero desencadena en quienes se piensan a sí mismos como no extranjeros. Él sugiere que la extranjera en sí misma no es el problema, sino encontrarla donde se supone que no debe estar. La extranjera está fuera de lugar: si bien no pertenece al grupo que la nombra como extranjera, sigue siendo miembro de un grupo. Ella tiene un lugar, y actualmente no está en ese lugar. Todo estaría bien si ella estuviera donde pertenece.

En esencia, el sistema de estados-nación funciona en torno a esta premisa. En principio, cada persona tiene una nacionalidad adscrita legalmente, y esa nacionalidad significa que pertenecemos a un grupo (una nación), y no pertenecemos a otros. También significa que podemos ser devueltos a la fuerza a “casa” si estamos en la tierra de alguien y ese alguien decide que no somos bienvenidos.

Pero, ¿dónde encajas en este sistema cuando no tienes una nacionalidad reconocida, un lugar para (ser) regresar (regresado)? ¿Dónde encajas cuando eres apátrida? El extranjero tiene un “hogar”, mientras que el apátrida no. Para una persona apátrida, no hay nada más que extravío, nada más que “mundo exterior”. Una persona apátrida habita fuera del mundo de aquellos que tienen un hogar, es decir, un estado como hogar.

La apatridia abarca una variedad de situaciones diferentes, desde personas que carecen de nacionalidad hasta personas que son reconocidas como nacionales por un país y, sin embargo, no pueden acceder a su protección, como es el caso de los refugiados. Los apátridas pueden haber sido desplazados interna o internacionalmente debido a conflictos armados, desastres naturales o inseguridad alimentaria. También podrían haber permanecido en el mismo lugar toda su vida, experimentando una especie de desplazamiento in situ. Por lo general, no pueden quedarse donde están, ya sea en un país en el que siempre han vivido o en un lugar al que migraron, debido a lo precaria que es su situación; y tampoco pueden salir seguros, porque muchas veces carecen de la documentación que les permitiría hacerlo. Como no tienen un pasaporte válido, los migrantes apátridas se ven obligados a atravesar rutas y métodos de migración peligrosos.

Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), actualmente hay al menos 10 millones de apátridas en el mundo, un tercio de los cuales son niños. Es probable que estos números sean una subestimación, considerando lo difícil que es medir la apatridia. Las personas apátridas enfrentan grandes obstáculos para acceder a los derechos básicos, como la atención médica, la vivienda, la educación, el empleo y el derecho a la circulación, ya que se les niega la identificación o los documentos de viaje que les permiten reclamar esos derechos. Tienen dificultades para registrar a sus hijos, casarse e incluso ser sepultados. Están expuestos a todo tipo de abusos contra los derechos humanos, incluida la trata de personas, la explotación laboral y la detención prolongada.

En su reflexión sobre la figura del extranjero, Zygmunt Bauman afirma que los traidores y herejes –incrédulos dentro de la comunidad de creyentes– son más perseguidos que los infieles y enemigos, porque desafían el límite absoluto entre “nosotros” y “ellos”, y por tanto, la existencia misma de un “nosotros” estrictamente definido. La figura del extranjero evoca esta combinación de “adentro” y “afuera” que caracteriza a traidores y herejes: a veces lo suficientemente similares como para confiar, a veces lo suficientemente diferentes como para ser temidos. El apátrida, extranjero en todas partes, es la encarnación última de esta tensión. En mi investigación sobre diferentes situaciones de apatridia in situ, una cosa que se destaca es que aquellos que son apátridas no son diferentes en muchos aspectos de aquellos que son ciudadanos reconocidos: se visten de manera similar, hablan el mismo idioma, llaman hogar a los mismos lugares. No sorprende que los diferentes gobiernos describan a las personas apátridas como desleales a la nación y que no merecen la membresía a la que tienen un derecho legítimo: su existencia es un recordatorio de que la línea que separa “nosotros” y “ellos” no es más que una línea dibujada en la arena.

Los apátridas no solo no encajan en el molde del ciudadano, dado que no son reconocidos como ciudadanos en ninguna parte; tampoco encajan en el molde del extranjero, por la misma razón. La existencia de la apatridia muestra que el modelo de un mundo de estados-nación está lejos de representar la realidad. Algunas personas pertenecen a lugares donde nunca se les reconocerá su legítimo derecho a ser miembros, ya sea que se vean, actúen y hablen o no, como los que sí lo son.

Si bien parece ser una desviación del modelo prevaleciente de ciudadano nacional, la apatridia arroja luz sobre la situación precaria de muchos otros y el peligro que plantea esta precariedad. Hannah Arendt, una pensadora judía alemana que huyó del nazismo y fue refugiada apátrida durante más de una década, lo vio claramente y se refirió a la apatridia como una “enfermedad contagiosa” que se contagiaba a todos aquellos que no eran ciudadanos por derecho de nacimiento, incluidos los ciudadanos naturalizados y los extranjeros. La existencia de la apatridia significa que hay una categoría de personas que quedan desprotegidas por la ley, lo que abre la puerta para que los estados despojen de las protecciones legales a quienes actualmente las tienen. ¿Quién está “dentro” y quién está “fuera” cuando tantos no encajan en el molde? La apatridia afecta a individuos y grupos específicos, pero revela las fallas de todo el sistema que gobierna nuestra vida colectiva.

Fiorella Rabuffetti es una investigadora que actualmente completa un Ph.D. en Ciencias Políticas en la Universidad de Ottawa. Su trabajo de doctorado analiza cómo los estados crean y perpetúan la apatridia y cómo eso impacta la vida de las personas afectadas. Obtuvo su maestría en la Universidad de Alberta y su licenciatura en la Universidad de la República, Uruguay, de donde es originaria.

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